viernes, 3 de junio de 2011

MEMORIA

Fuente: Diario EL Universal (México)

Fecha: 11 de Agosto de 2007

Autor: Cinthya Sánchez


Recuerdos que atormentan la memoria.


Cada nuevo temblor en la ciudad de México, le despierta al “monstruo” que reposa en su mente desde hace más de 20 años. Pasado el tiempo del movimiento, simplemente no puede sacarse del pensamiento las imágenes que vivió el 19 de septiembre de 1985. La noche en que sucede un nuevo sismo y todas las noches siguientes la escena se repite y se repite en su mente “como si la viviera de nuevo: “Son las 7 de la mañana con 19 minutos, ella está de pie en su sala. La tierra se mueve y el rechinido de las paredes es sutil comparado con lo que miran sus ojos cuando por la ventana ve como se desmorona su paisaje de todos los días: el edificio de enfrente”.


Aunque ahora viva fuera de Tlatelolco y han pasado años de aquel terremoto. Marcela trae en el pensamiento un recuerdo que le dura las 24 horas del día y que su mente decidió cobrarle años después. Hoy el miedo eriza cada proporción de su piel. Sus pensamientos se resumen a muerte, devastación y peligro. Por las noches no puede dormir, durante el día se siente angustiada al grado de salirse a la calle por el temor de un nuevo sismo.


Con los ojos cerrados o abiertos recuerda la escena de aquel acontecimiento. Poco a poco “el monstruo” ha ganado terreno, primero le interrumpió el sueño, después la hizo perder el trabajo, fue entonces cuando se dio cuenta que su “monstruo”, como ella le llama al miedo, le había ganado. Acudió a terapia psicológica. El diagnóstico: Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT) de inicio retardado.


Por lo tanto, Marcela forma parte del 60% de personas que experimentan un suceso traumático durante su vida y del 20% que desarrollan TEPT, que es una alteración psicológica que refleja el desarrollo de síntomas característicos después de la exposición a eventos estresantes o de gran magnitud. Los síntomas del TEPT son ideas, sentimientos e imágenes angustiosas que recapitulan el suceso traumático.

Adaptación de Etapas en el camino de la vida, de Sören Kierkegaard.


Generalmente se tratan los términos recordar y acordarse como sinónimos. Sin embargo, ellos no son de ninguna manera lo mismo. Por eso es posible decir que una persona puede acordarse de cierto acontecimiento muy bien, sin necesidad de recordarlo.


Cuando hablamos de acordarse de algo nos referimos a poner en práctica la memoria, es decir, traer al presente un acontecimiento sucedido en el pasado. Pero ese acordarse representa un papel despreciable, pues es sólo el recuerdo quien puede darle valor al acontecimiento del pasado. Pero, ¿en qué radica la distinción entre el acordarse (mera actualización de un hecho a través de la memoria) y el recordar?


Esa distinción se puede observar en las personas y sus diversas etapas en el camino de la vida. Por ejemplo, entre el viejo y el niño. El viejo pierde la memoria antes que otras facultades mentales. Sin embargo, el recuerdo constituye su mayor fuerza, su consuelo, que lo sumerge en un amplio espacio de inspiración y de sentimientos. El niño, en cambio, posee un alto grado de memoria y suele acordarse se los sucesos de su corta vida, pues tiene todas sus facultades libres y despiertas, pero carece por completo del recuerdo


No es de extrañar que aún conociendo que existen estas diferencias, se siga confundiendo el recuerdo con el mero acto de acordarse de algo. Sin embargo, es necesario diferenciarlos, porque su diferencia nos sirve para indagar en el nivel de profundidad individual de las personas. ¿Por qué? Porque el recuerdo, y por tanto, quien recuerda, está bastante más cargado de sentido y de responsabilidad que el mero acordarse, implica que el acontecimiento del pasado está vívidamente en el presente, una participación activa del sujeto.


La memoria y su acto de acordarse son inmediatos y recibe una ayuda inmediata, mientras que el recuerdo sólo es reflexivo. Recordar no es en modo alguno un acto simple de realizar, porque ese recuerdo siempre corre el riesgo de ser modificado, interpretado, etc., mientras que la memoria siempre sigue un proceso mecánico y sólo tiene dos alternativas de ser: acordarse exactamente o acordarse inexactamente.


Miss Amnesia (extracto). Mario Benedetti, 1968


La muchacha abrió los ojos y se sintió apabullada por su propio desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que la blusa era crema. Su reloj pulsera marcaba las cuatro y cuarto. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centro tenía una fuente vieja, con angelitos, y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde su banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Partido Nacional. Junto a su pie izquierdo vio un trozo de espejo, en forma de triángulo. Lo recogió. Fue consciente de una enfermiza curiosidad cuando se enfrentó a aquel rostro que era el suyo. Fue como si lo viera por primera vez. No le trajo ningún recuerdo. Trató de calcular su edad. Tendré dieciséis o diecisiete años, pensó. Curiosamente, recordaba los nombres de las cosas, pero no podía situarse a sí misma en un lugar y en un tiempo. Volvió a pensar, esta vez en voz alta: “Sí debo tener dieciséis o diecisiete”, sólo para confirmar que era una frase en español. Se preguntó si además hablaría otro idioma. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Estaba asombrada, claro, pero el asombro no le producía desagrado. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto1, algo horrible. Un mundo de gente pasaba junto al banco, sin prestarle atención. Entonces alguien se separó de la corriente. Era un hombre cincuentón, bien vestido, peinado impecablemente, con portafolio negro. Ella intuyó que le iba a hablar. ¿Me habrá reconocido? pensó. Y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre simplemente vino y preguntó: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. “Hace un rato abrí los ojos en esta plaza y no recuerdo nada, nada de lo de antes.” Tuvo la impresión de que no eran necesarias más palabras. Él le tendió la mano. Dijo: “Mi nombre es Roldán, Félix Roldán”. “Yo no sé mi nombre”, dijo ella, pero estrechó la mano. “No importa. Usted no puede quedarse aquí. Venga conmigo. ¿Quiere?” El hombre llamado Roldán la tomó suavemente del codo, y le propuso un rumbo. “Es cerca”, dijo. ¿Qué sería lo cerca? No importaba. La muchacha se sentía como una turista, enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte. El traje era suave, de una tela peinada, seguramente costosa. Miró hacia arriba y le sonrió. Él también sonrió. No preguntó por el nombre de la ciudad. Fue él quien le instruyó: “Montevideo”. La palabra cayó en un hondo vacío. Ahora iban por una calle angosta, con baldosas levantadas y obras en construcción. Decidió que le gustaba la ciudad. “Aquí estamos”, dijo el hombre llamado Roldán junto a una puerta de doble hoja. Ella pasó primero. En el ascensor, el hombre marcó el piso quinto. No dijo una palabra, pero la miró con ojos inquietos. Ella retribuyó con una mirada rebosante de confianza. En el apartamento no había nadie. Al abrirse la puerta, llegó de adentro una bocanada de olor a encierro, a confinamiento. El hombre llamado Roldán abrió una ventana y la invitó a sentarse en uno de los sillones. Luego trajo copas, hielo, whisky. Ella recordó las palabras hielo y copa. El primer trago de alcohol la bizo toser, pero le cayó bien. La mirada de la muchacha recorrió los muebles, las paredes, los cuadros. Miró otra vez al hombre y se sintió cómoda, segura. “Ojalá nunca recuerde nada hacia atrás, pensó”. Entonces el hombre soltó una carcajada que la sobresaltó, “Ahora decime, mosquita muerta. Ahora que estamos solos y tranquilos, eh, vas a decirme quién sos.” Ella volvió a toser y abrió desmesuradamente los ojos. “Ya le dije, no me acuerdo.” Le pareció que el hombre estaba cambiando vertiginosamente, como si cada vez estuviera menos elegante y más ramplón2. “¿Miss Amnesia? ¿Verdad?” Y eso ¿qué significaba? Ella no entendía nada, pero sintió que empezaba a tener miedo, casi tanto miedo de este absurdo presente como del hermético pasado. “Che, miss Amnesia”, estalló el hombre en otra risotada, “¿sabes que sos bastante original? Te juro que es la primera vez que me pasa algo así. La mano del hombre llamado Roldán se aproximó. Inmovilizada por el terror, ella advirtió que no podía hacer nada. La mano llegó al escote y trató de introducirse. Pero había cuatro botones que dificultaban la operación. Entonces la mano tiró hacia abajo y saltaron tres de los botones. Uno de ellos rodó largamente. Mientras duró el ruidito, ambos quedaron inmóviles. La muchacha aprovechó esa breve espera involuntaria para incorporarse de un salto, con el vaso todavía en la mano. El hombre llamado Roldán se le fue encima. Ella sintió que el tipo la empujaba hacia un amplio sofá. Sólo decía: “Mosquita muerta, mosquita muerta”. Se dio cuenta de que el horrible aliento del tipo se detenía primero en su pescuezo, luego en su oreja, después en sus labios. Advirtió que aquellas manos poderosas, repugnantes, trataban de aflojarle la ropa. Sintió que se asfixiaba, que ya no daba más. Entonces notó que sus dedos apretaban aún el vaso que había tenido whisky. Hizo otro esfuerzo sobrehumano, se incorporó a medias, y pegó con el vaso en el rostro de Roldán. Éste se fue hacia atrás, se balanceó un poco y finalmente resbaló junto al sofá. La muchacha asumió íntegramente su pánico, corrió hacia la puerta, la abrió, salió al pasillo y bajó espantada los cinco pisos. En la calle pudo acomodarse el escote. Empezó a caminar ligero, casi corriendo. Con espanto, con angustia, también con tristeza y siempre pensando: “Tengo que olvidarme de esto, tengo que olvidarme de esto”. Reconoció la plaza y reconoció el banco en que había estado sentada. Ahora estaba vacío. Así que se sentó. Echó la cabeza. hacia atrás y tuvo la sensación de que se desmayaba. Cuando la muchacha abrió los ojos, se sintió apabullada por su desconcierto. No recordaba nada. Ni su nombre, ni su edad, ni sus señas. Vio que su falda era marrón y que su blusa, en cuyo escote faltaban tres botones, era de color crema. Su reloj marcaba las siete y veinticinco. Estaba sentada en el banco de una plaza con árboles, una plaza que en el centró tenía una fuente vieja, con angelitos y algo así como tres platos paralelos. Le pareció horrible. Desde el banco veía comercios, grandes letreros. Pudo leer: Nogaró, Cine Club, Porley Muebles, Partido Nacional. Nada. No recordaba nada. Sin embargo, experimentaba una sensación de alivio, de serenidad, casi de inocencia. Tenía la confusa impresión de que esto era mejor que cualquier otra cosa, como si a sus espaldas quedara algo abyecto, algo terrible. La gente pasaba junto al banco. Entonces alguien se separó de aquel desfile interminable. Era un hombre cincuentón, bien vestido, con portafolio negro. “¿Será alguien que me conoce?” pensó ella, y tuvo miedo de que aquel individuo la introdujera nuevamente en su pasado. Se sentía tan feliz en su confortable olvido. Pero el hombre se acercó y preguntó simplemente: “¿Le sucede algo, señorita?” Ella lo contempló largamente. La cara del tipo le inspiró confianza. En realidad, todo le inspiraba confianza. Vio que el hombre le tendía la manó y oyó que decía: “Mi nombre es Roldán. Félix Roldán”. Después de todo, el nombre era lo de menos. Así que se incorporó y espontáneamente enlazó su brazo débil con aquel brazo fuerte.














1 Despreciable, vil en extremo.

2 Vulgar, chabacano.

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